(Artículo publicado en la madrileña revista Almiar, nº correspondiente a agosto de 2019)
“¡Atención!
¿Están listas las luces? ¿Y la música? ¿Listas las actrices? ¿Los actores? ¡Muy
bien, entonces empezamos! ¡Adelante! ¡Telón!
¿Telón?
¿Pero esto no era el comienzo del rodaje de una película? Ah, claro, sí que es
una película, pero una muy especial: la adaptación al cine de una obra de
teatro. De ahí esa forma que ha tenido el director —¿o es una directora?— de
convocar a su equipo. En este momento siento por él, o ella, algo de envidia,
porque se dispone a llevar a cabo un bellísimo intento: el de plasmar en
imágenes fijas la maravillosa y extraña realidad del teatro. Puede que sea un
intento destinado al fracaso, pero eso lo hace todavía más valioso y más
auténtico porque ¿no es acaso el acto de la creación artística un esfuerzo
continuo, y muchas veces sin recompensa, de dar una forma a lo intangible?
Imagino
al equipo de rodaje ya en plena tarea. Este grupo de personas se dispone a
intentar trasladar al cine, a la imagen filmada, la falsa espontaneidad, la
frescura ensayada de una obra de teatro. Y no lo tienen nada fácil, así que, de
momento, vamos a dejar que se concentren en su trabajo. Mientras avanzan y
retroceden en su primera escena, repitiéndola una y otra vez hasta dar con la
toma que juzguen como la más perfecta, nosotros vamos a echar un vistazo atrás
y a conocer algunos detalles que pueden resultar interesantes sobre este intento
fracasado de antemano. Síganme, por favor.
Quien
haya leído alguna de las anteriores entregas de esta sección, El proyector de palabras, habrá podido
darse cuenta de que los datos contenidos en los textos parecen no guardar orden
alguno. Esto no es del todo cierto; en ellos rige un orden algo caótico pero,
en realidad, muy determinado: el de las emociones, recuerdos y preferencias de
quien los escribe. Este artículo no va a ser una excepción y, por eso,
comenzará por los dos autores de teatro que me son más queridos: Federico
García Lorca y Tennessee Williams.
En
1936, el mismo año en el que sería asesinado, Federico García Lorca escribe La casa de Bernarda Alba. Esta obra, que
pudo ser estrenada solo diez años después en Argentina, retrata de manera
visceral y sincera la cerrazón y el oscurantismo que reinaban en buena parte de
España a principios del siglo XX. Contenía una crítica feroz a la estructura
familiar tradicional, al patriarcado y a la educación represiva que se imponía
a las mujeres respecto a su papel en la sociedad. Preservar su “honra” y
aprender los rudimentos del servicio a sus amos y señores, los hombres, era
todo lo que una joven decente necesitaba hacer mientras le llegaba el momento
clave de su existencia, es decir, el de ser elegida para el matrimonio. La obra
de García Lorca suponía también un análisis de las profundas diferencias sociales
existentes en un país convulso política y socialmente, sumido en su mayor parte
en la ignorancia y en la precariedad, y al que no fue difícil llevar a una
guerra espantosa y fratricida.
Desde
un punto de vista más puramente literario, la obra de García Lorca ahonda en su
proyecto personal, arriesgado, profundamente lírico. Su forma de entender la
literatura y el teatro busca provocar en cada espectador, en cada persona
lectora, el gesto de mirar en su propio interior y sentirse, una y otra vez,
resumida en esencia y retratada sobre las tablas. Las reiteraciones presentes
en el texto, que crean un efecto poético, comparten el espacio escénico con una
hábil disposición de los recursos teatrales, gestuales y recitativos del elenco
protagonista. No es poca cosa, por decirlo de una manera coloquial, representar
a Lorca: su plasmación óptima llegaría nada más y nada menos que con la verdad,
la verdad del alma humana, la verdad de sus carencias y frustraciones más
hondas, la verdad de su represión constante. Metáforas complejas y expresiones significativas
son introducidas en los diálogos en apariencia más naturales, logrando un
efecto de realidad trascendida, no simplemente expuesta sino analizada. La casa de Bernarda Alba aspira a ser un
universo en sí misma, y —en mi modesta opinión— no solo lo consigue, sino que
incluso supera los objetivos de su autor.
Esta
obra sigue siendo, a día de hoy, una de las más representadas de todo el
repertorio teatral en nuestro país. Algo en su argumento, en sus poderosos
personales femeninos y en sus diálogos esclarecidos toca de manera directa y
viva un nervio al descubierto de nuestra sociedad, de nuestra educación o falta
de ella, de nuestra forma de ver el mundo. Las mujeres son, por una vez,
protagonistas. Se retratan sus opresiones y angustias, el rígido hábito de
costumbres e imposiciones con el que se las vestía nada más nacer y del que
ellas no podían librarse, a riesgo de ser condenadas al ostracismo, la
violencia e incluso la muerte. Una muerte en vida es lo que supone el encierro
impuesto por Bernarda Alba a sus hijas, en contra de su juventud y su aliento.
En
1987 llega una adaptación al cine de la mano del director Mario Camus, un
clásico de nuestro panorama fílmico y una opción segura en lo que a respeto por
la obra original se refiere. La película quiere ser una adaptación fiel al
texto de García Lorca, y se apoya sobre todo en la excelente interpretación de
sus actrices protagonistas, con Irene Gutierrez Caba y Florinda Chico a la
cabeza. Espacios cerrados y colores oscuros para la historia que mejor ha
hablado de públicos encierros y pasiones que corren bajo la piel; “algo muy
grande” que sucede bajo las ropas teñidas del omnipresente color negro, símbolo
aquí de la cárcel en la que son encerradas las emociones.
Casi
exactamente dos décadas después del asesinato de Federico García Lorca, en
1955, el autor norteamericano Tennesee Williams estrena su obra La gata sobre el tejado de zinc caliente.
En este momento, Williams era ya un dramaturgo consagrado y famoso gracias a
títulos como El zoo de cristal y,
sobre todo, Un tranvía llamado deseo.
Pero será La gata… la pieza con la
que el autor desplegaría, en mi opinión, todo el magnífico aparato de su
talento. Su tema será uno de los más importantes para el autor: la mentira; con
la presencia de sus habituales compañeros, la ocultación y la hipocresía.
El
escenario es una mansión del llamado “Gran Sur”, el sur más reaccionario y
anclado en la tradición del esclavismo, gracias al cual se forjaron enormes
fortunas. Los personajes principales son tres: un ex jugador de rugby,
alcoholizado y perseguido por algunos fantasmas; su mujer, que a pesar de todo
aún lo ama y quiere sacarlo del marasmo emocional en el que está sumido; y el
padre del primero, rico terrateniente, dueño, señor de su casa pero también un
ser humano vulnerable a la enfermedad. Podría decirse que el auténtico entorno
de la acción dramática reside en este tormentoso y vapuleado trío, a cuyos
diálogos mordaces asistimos con un asombro cada vez mayor. Nada más difícil que
dar vida a unas personalidades en feroz conflicto, enfrentadas a causa de sus
deseos y las falsedades necesarias para cumplirlos. Insinuaciones que se
convierten en reproches, acusaciones disparadas como balas que quieren
atravesar los órganos más vitales. Calor, alcohol, sexualidad reprimida o
demasiado evidente… Todo ello se mezcla para formar una gran madeja apretada y
caliente al tacto, como el tejado de zinc que aparece en el título de la obra y
que imaginamos ardiendo literalmente, intocable como el centro de un volcán
después de horas de recibir el baño sin misericordia de los rayos solares.
Ambos
autores, García Lorca y Tennesee Williams, aunque lejanos en el espacio
comparten un universo de referentes: el sur, castigado por el calor y por las
viejas costumbres, inamovibles como piedras que nada sirven para construir. Un
sur imbricado por tradiciones que quieren limitar la libre expresión de las
mismas emociones y apetitos que su clima favorece y envuelve con un manto de
sudor y languidez. Sur andaluz o americano, sur a fin de cuentas: sofocante,
habitado por supersticiones y fantasmas, convulso de emociones y violencias,
barroco.
Tennessee
Williams ha tenido una suerte variable con sus adaptaciones al cine. En el caso
de La gata sobre el tejado de zinc
caliente esa suerte fue muy buena: la película dirigida por Richard Brooks
y estrenada en 1958 es una verdadera obra maestra. Experto en llevar textos
literarios a formato cinematográfico, Brooks compone un astuto rompecabezas en
cuya caldeada puesta en escena no falta de nada: color rabioso, luz a raudales,
interiores matizados por blancas celosías de madera y un mueble-bar muy bien
surtido de botellas. Un final modificado con respecto al de la obra de teatro
para introducir la esperanza y una cierta dosis de cínico romanticismo,
obligados en una gran producción de Hollywood, no logran empañar el profundo
atractivo de esta gran película. Solo otra adaptación de su obra, esta a cargo
del maestro Joseph L. Mankiewicz, consigue superarla. En De repente, el último verano (1959) encontramos la plasmación de un
maravilloso y muy logrado aire gótico para una historia de Tennessee Williams
en la que, una vez más, no falta de nada. La crítica social y humana encuentra
su más hiperbólico y acertado cauce en las insinuaciones de incesto. El
escenario es un lujurioso jardín habitado por plantas carnívoras; y el clímax
de la historia tiene lugar con el relato sobre la muerte del omnipresente
Sebastian, personaje in absentia cuya
alargada sombra domina los destinos y terrores de los protagonistas.
Retrocedamos
ahora un poco en el tiempo, en concreto hasta finales del siglo XIX, cuando una
pequeña revolución está en marcha. Erik Ibsen, dramaturgo y poeta, cuestiona en
sus obras los esquemas más tradicionales de la familia y la sociedad. No
intentaremos aquí resumir unos datos biográficos que pueden encontrarse en las
enciclopedias. Mencionaremos solo que, después de un período de trabajo en el
ámbito teatral, Ibsen decide emprender un exilio voluntario de su país,
Noruega, que durará veintisiete años. La razón fundamental es la asfixia: el
autor se ahoga en una sociedad predominantemente religiosa, entregada a los
rigores del luteranismo y con unos esquemas muy rígidos respecto a la familia y
la organización social. Residirá en diversos países, sobre todo en Italia y
Alemania, donde desarrollará lo principal de su obra. De esta larga época de
distancia respecto a sus orígenes y experimentación artística data la que
probablemente sea su obra más conocida: Casa
de muñecas (1879).
Desde
su estreno, esta obra fue motivo de encendidos debates y colocó a Ibsen en la
vanguardia de la escena teatral e intelectual europea. Su argumento es bien
conocido: Nora y su marido Torvald Helmer, un modesto abogado, viven en una
encantadora casita donde crían a sus tres hijos. La concordia parece reinar en
este hogar de personas trabajadoras y que aspiran a cierto refinamiento. El
buen entendimiento entre los cónyuges se basa, como no podía ser de otra
manera, en el alegre y práctico acatamiento de Nora respecto a su papel de ama
de casa y cuidadora. La esposa cumple el papel de cómplice del marido en su
carrera por obtener una posición acomodada; y el de ángel vigilante del
agradable hogar construido con el esfuerzo de ambos.
Pero
la felicidad que reina en casa de la familia Helmer resulta ser un frágil decorado
compuesto de un poco de humo, luces y unos cuantos cordeles. Una inesperada
visita obliga a Nora a enfrentarse con situaciones del pasado. Hubo un grave
momento en el que tuvo que sacrificar la sinceridad respecto a su marido,
semejante a un santo sacramento, precisamente para salvaguardar su salud. Por
esa razón contrajo una enorme deuda, que ha estado devolviendo poco a poco y en
el más estricto secreto. Ahora su acreedor le pide un favor enorme; y amenaza
con que, de no serle concedido, hará que todo el asunto salga a la luz. La
pregunta, la terrible duda que plantea esta situación puede resumirse así:
¿será su marido un dios benigno, o una deidad estricta y vengativa? ¿Por qué el
simple hecho de contraer matrimonio convierte a las mujeres en oficiantes de un
culto doméstico cruel para ellas?
Después
de casi cien años de éxito y continuas representaciones, Casa de muñecas es llevada al cine en dos ocasiones. La adaptación
dirigida por Patrick Garlan y estrenada en 1973 supone un digno acercamiento al
texto de Ibsen, sobre todo por lo que toca al reparto elegido, con Claire Bloom
y Anthony Hopkins en los papeles protagonistas. Sin embargo, algo falla en esta
versión de la obra. No está presente lo que quizá más destaque en su
desarrollo, la cualidad humana y chispeante de los diálogos, llenos de ironía y
vivacidad. La película adolece de cierta rigidez y tampoco quedan en ella
demasiados rastros de la crudeza contenida en la opresiva historia, y que en su
momento llevó a considerar a su autor como un defensor del feminismo.
Otro
salto en el tiempo, esta vez incluso un poco más lejos. Estamos en la segunda
mitad del siglo XVI y un dramaturgo inglés escribe unas obras cargadas de lirismo
y oscuridad, herederas de las mismas tradiciones que sus contemporáneas pero
con un toque adicional de brillantez y, quizá, de pesimismo. William
Shakespeare (1564-1616) gozó en vida de fama y éxito, pero serían posteriores
estudios y revisitaciones, ya en el siglo XIX, los que multiplicarían su
prestigio y lo convertirían en la figura literaria de renombre mundial que es a
día de hoy. Más allá de consideraciones filológicas o críticas acerca de las
razones para considerar la obra de Shakespeare como esencial en la historia de
la literatura occidental, lo cierto es que algunos de sus textos rezuman nervio
y tocan inquietudes universales. En sus diálogos pero, sobre todo, en la
urdimbre cuidadosa y cruel de las tragedias y del retorcido carácter de ciertos
protagonistas, encontramos un afilado comentario acerca de lo menos amable de
la naturaleza humana.
Lo
sobrenatural juega en las obras de Shakespeare un destacado papel, aunque no
como parte central de los argumentos sino a modo de nexo o vehículo para que la
acción arranque o se desarrolle. Una aparición puede ser el presagio o la
denuncia, procedente del “más allá”, que dispare las emociones de los
protagonistas y precipite su destino. Este concepto, el de hado, o fatalidad,
resulta crucial en el universo del autor inglés, y dicta el sentido final de
unos actos que, más o menos impulsados por los bajos instintos, por el ansia de
poder o la lujuria, están ya predeterminados antes del primer hecho o la
primera palabra que los originará.
Así
ocurre en la Tragedia de Hamlet, príncipe
de Dinamarca (escrita entre 1599 y 1601), donde el fantasma del Rey se
aparece hasta llamar la atención de su hijo para revelarle que fue asesinado
por el tío de Hamlet. Este crimen habría tenido como motivo el ansia del
hermano del Rey por ocupar el trono y también el lugar de la víctima junto a la
madre de Hamlet, la reina. El protagonista decide entonces hacerse pasar por
demente para, por medio de una serie de estratagemas, desenmascarar al asesino.
La violencia y el cinismo de los personajes, incluyendo al propio Hamlet, cuyo
carácter se amarga y vuelve más cruel a medida que avanza la acción, propicia
un final sangriento y una conclusión: el camino de la venganza es solo de ida.
Todas las personas implicadas en ella acabarán por perder la inocencia, su
posición y hasta la vida.
En
sus adaptaciones al cine esta obra no ha quedado, de momento, mal parada: en
1948, Lawrence Olivier estrena su versión del clásico shakesperiano, con una
cosecha de excelentes críticas y muchos premios. En 1990 tiene lugar un pequeño
revés, y se estrena una innecesaria película de Franco Zefirelli, con un
musculoso, tosco e inadecuado Mel Gibson en el papel protagonista. Seis años
más tarde, en cambio, el actor y director Kenneth Brannagh estrena su propia
versión, con una puesta en escena atractiva y cierta agilidad en el tratamiento
de la historia. La película adolece de una duración un poco excesiva y de la
presencia, quizá algo cargante, de su protagonista pero resulta, aún así, digna
de verse.
Como
en cualquier traducción, adaptar un texto escrito originalmente en el lenguaje
del teatro a otro distinto, en este caso los códigos propios del cine, no
resulta una tarea fácil. La viveza e inmediatez de una puesta en escena teatral
corren el riesgo, al pasar al idioma de las imágenes filmadas, de quedar
reducidas al estatismo y la ausencia de aliento. Quizá por esa razón ha habido
autores que se han propuesto, en mayor medida, lograr una simbiosis entre ambos
géneros. O tal vez es que, influidos por un profundo amor a los dos, no han
podido evitar que rasgos esenciales de cada uno se hicieran presentes en su
obra. De entre todos ellos, el más interesante quizá sea el director sueco
Ingmar Bergman.
La
obra de Bergman no pierde vigencia y continúa sirviendo de ejemplo en muchos
aspectos. Sus películas recorren las inquietudes del ser humano, y también las
dudas y vacilaciones, las pruebas constantes que se le presentan a cualquier
persona creadora en busca de la mejor forma de transmitir su mensaje. En lo que
ahora nos importa, las conexiones del autor sueco con el teatro son
permanentes. Antes que director de cine lo fue de teatro, una dedicación que, según
sus propias palabras, ha constituido su gran pasión desde siempre. Desde 1938
hasta 2002, Bergman llevó a los escenarios un total de 125 producciones
teatrales. Un número espectacular, sin duda, sobre todo teniendo en cuenta la
calidad y el compromiso del director con su obra. Son especialmente célebres
sus puestas en escena de Strinberg, Ibsen y O’Neill, autores afines a sus
propias inquietudes como creador. Esta pasión por el escenario se aprecia en sus
películas, no solo a través del tratamiento formal, donde encontramos un gusto
por las escenas intimistas, los diálogos cargados de significación y la proximidad
física con las actrices y actores, sino también en el fondo de las historias.
El componente emocional predomina sobre las anécdotas del argumento; su
objetivo es lograr un retrato de la intensidad de los conflictos, de los
sentimientos más íntimos y encontrados. Se trata de un intento de explorar la
enorme riqueza de matices del carácter humano, por cuyo descubrimiento se
siente Bergman tan fascinado como temeroso de lo que pueda encontrar.
Estos
rasgos, que podríamos denominar “fílmico-teatrales”, se encuentran en muchos de
los títulos de su extensa y rica producción como director de cine. En Los comulgantes (1963), por ejemplo,
resulta evidente la atención que el realizador presta a los detalles de la
liturgia religiosa, que en sí tienen ya mucho de representación. Esos momentos
resultan tan esencialesimportantes a lo largo de la película como las escenas
en las que el sacerdote protagonista se sincera acerca de su propia incapacidad
emocional para empatizar con los feligreses, a los que además solo puede
ofrecer la cáscara vacía de una fe inexistente. En unas y otras escenas, hay un
juego entre los personajes y el espacio donde el director sitúa cada uno de los
encuentros entre ellos. Una habitación desnuda, con la única decoración de un
oscuro crucifijo de madera es, por ejemplo, el escenario de la revelación
acerca del vacío interior del sacerdote. Bergman nos propone un diálogo entre
los lugares y los personajes, que a su vez son la representación de caracteres
verdaderos, de verdaderas personas con sus dudas y temores, aquí resumidos y
cifrados en unos diálogos que resumen su inquietud.
La
obra de Bergman, como la de todo verdadero artista, es una búsqueda constante.
En la experimentación encuentra el narrador sus argumentos, sus hallazgos formales
y, en definitiva, el sentido de lo que hace. En este caso, las herramientas de
esa búsqueda son de origen teatral: diálogos, monólogos, planos medios donde
las figuras son cuidadosamente colocadas para interaccionar con ensayada
naturalidad. Es cierto que muchas de sus películas incluyen también los famosos
primeros planos de rostros, con los que Bergman intentaba transmitir lo
esencial del ser humano. Pero una buena parte de las atmósferas creadas por el
director para sus historias tienen un aire inequívocamente estudiado, los
límites del plano son los bordes de un escenario y quienes aparecen en él,
figuras en plena representación.
A
pesar de su enorme riqueza, la obra de Bergman no agota, como es lógico, todas
las posibilidades expresivas e incluso visuales de la adaptación del teatro al
cine o, como antes comentaba, su fusión. Muchos son los autores que han
explorado esta relación, y en cuyas películas se pueden encontrar rastros de la
pasión por el teatro y la utilización de recursos netamente teatrales. En este
artículo he intentado dar una breve idea de algunos de los nombres más
importantes; pero los nombres, como siempre y por fortuna, son muchos más.
Quiero
terminar con una breve reflexión acerca de la relación entre el cine y el
legado teatral más importante que poseemos: el enorme y brillante conjunto de
obras de nuestro Siglo de Oro. Las piezas escritas por decenas de autores y
autoras componen un vasto, complejo y bellísimo mosaico. De muchos de estos
textos sería posible tomar ideas, maravillosos diálogos, ingeniosas situaciones
y apasionantes personajes para escribir historias aptas para el cine. Ya fuese
en una adaptación más literal, o bien actualizando situaciones, vestuario e
incluso el lenguaje, el impresionante legado que supone el teatro del Siglo de
Oro español podría ser aprovechado por realizadores actuales como base para
contar sus propias historias y vivencias. Hasta ahora, solo unos pocos títulos han
surgido de la adaptación de autores como Lope de Vega o Calderón de la Barca,
por mencionar dos de los más conocidos. Muchas de esas películas fueron
producidas por México o Argentina; muy pocas en España, y con un resultado,
digámoslo así, discreto. El perro del
hortelano (Pilar Miró, 1996) supone un intento notable, aunque un poco plano
en cuanto a sus resultados. La vida es
sueño, del maestro Calderón, ha sido llevada al cine en varias ocasiones,
en adaptaciones directas y también algo más libres, incluso no confesadas. Sin
embargo, algo no acaba de cuajar en estos trabajos. Aunque por supuesto se
trata de esfuerzos dignos y loables, ninguno consigue alcanzar la esencia de sus
fuentes, de manera que no resulte necesario un fastuoso vestuario, o una
repetición literal de versos alambicados y barrocos. Esta esencia a la que me
refiero puede estar en otra parte, en el carácter de los personajes, en su
espíritu trágico, o cómico, o con ambas naturalezas; en lo que esos personajes
tienen de atemporales y vigentes, más allá de sus ropas y su forma de
expresarse.
Por
supuesto, yo no soy realizador cinematográfico, ni experto en teatro. Este
comentario es una simple opinión; y cada una de las películas que he
mencionado, tanto a lo largo del artículo como en este último párrafo,
intentos, bellos intentos de acercarse a la raíz de las obras que adaptaban.
Porque ¿qué puede pedirse a una adaptación teatral al cine, más allá de que sea
el intento más honesto y visceral posible de llevar a imágenes la vivacidad de
una representación sobre el escenario? ¿Qué puede pedirse a cualquier obra de
arte, salvo que intente expresar su mensaje de la manera más personal y
auténtica? Intentos, bellos intentos, eso son todas las historias, todas las
pinturas, las canciones y las obras de teatro y cine. Intentos en los que, con
algo de suerte, quizá resultemos reflejados y expresados. Como escribió T.S.
Eliot: “A nosotros solo nos queda intentarlo. Lo demás no es cosa nuestra”.