domingo, 28 de febrero de 2021

LA MUJER SILUETA (ED. LAEQUILIBRISTA, 2021) BOOKTRAILER

 

   El reciente lanzamiento de mi nueva novela, La mujer silueta (Ed. Laequilibrista, 2021) se ha visto acompañado e ilustrado por este precioso booktrailer, que espero que os interese y os guste. La familia, con sus afectos, rencores y lazos, a veces felices y otras horribles, es uno de los mayores misterios. Lidia Bocanegra se embarca en su investigación, siguiendo los pasos de La mujer silueta. ¡Comienza a leer si quieres saber a dónde llevan!




jueves, 5 de marzo de 2020

UN TROZO DE TIZA Y UNA PIZARRA EN BLANCO

 (Un comentario acerca de la infancia en la literatura y el cine)

 (Publicado en la Revista Almiar el 20/02/2020)








   Un niño o una niña es un ser en plena formación. Crece con los ojos y los oídos bien abiertos; tanto, que casi cualquier contestación o gesto que hagamos pueden quedar grabados en su memoria y afectarles como lo harían una enseñanza o una pesadilla. Igual que si fueran pizarras en blanco, escribimos en los niños con los trozos de tiza que nos vamos encontrando, sin tener en cuenta que luego borrarlo será muy difícil. Esa pizarra hemos sido todos en algún momento, para luego olvidarlo y usar la tiza con el mismo descuido que se aplicó en nuestro caso.

   Cada criatura fija en nosotros, los adultos, casi toda su atención. Captará muchos matices presentes en las palabras que decimos y aún en las que no llegamos a pronunciar en voz alta. No tiene, mientras aprende, la capacidad de seleccionar experiencias y defenderse de aquello que supone la materia de su aprendizaje, es decir, el propio mundo y los adultos que lo llenamos. Por eso, no podemos decir que comentan nunca auténticas maldades, sino solo que incurren en errores, a veces horribles, probablemente dictados por la conducta de quienes los educan o deseducan. La maldad es una categoría dudosa, quizá una cortina detrás de la cual se esconden muchas desigualdades. Las criaturas son espejos de las personas adultas y lo que su cristal puede reflejar se reduce, en una mayoría de ocasiones, a nuestras muecas, prejuicios y violencias.

   Como la sociedad de la que provienen, la literatura y el cine han dedicado a la infancia una atención más bien superficial, no muy empática y sin demasiado análisis ni denuncia. Claro está que en algunos títulos los personajes infantiles han ocupado un papel más o menos central, e incluso protagonista. Pero, aunque muchas de esas obras son maravillosas en otros aspectos, lo cierto es que utilizan a la infancia como una simple vía, el medio para hablar de algo no relacionado con sus necesidades y problemas específicos. Se trata de una herramienta narrativa legítima y muy útil cuando se trata de mostrar una realidad determinada desde ojos no contaminados por la perspectiva adulta; sin embargo, el tema de nuestra pequeña reflexión son las historias donde la infancia es un fin en sí misma y este matiz nos obliga a centrar un poco el recorrido que pretendemos realizar.

   Aunque quizá resulte demasiado recurrente, no deja de ser también significativo comenzar con una referencia a la obra de Charles Dickens. El autor de Portsmouth tuvo que padecer en sus propias carnes la dureza de una infancia no demasiado feliz, carente de una educación formal y los cuidados más básicos. A efectos prácticos, ese corto período de su vida terminó cuando fue empleado en una fábrica de betún con doce años de edad. Los turnos de diez horas, dedicados a pegar etiquetas en una infinita sucesión de latas, marcaron su posterior actividad como reportero y, por fin, autor literario. En todas sus obras encontraremos reiteradas denuncias a la dureza de las condiciones de vida de la clase obrera. Algunas de las más conocidas se centran, en concreto, en la explotación infantil, las carencias y manipulaciones de la educación o “des-educación” impartida en la infancia y la alienación generalizada que supone una vida cuyo único horizonte es la mera subsistencia a base de un durísimo trabajo físico.

   Dickens también sabía ser un buen autor satírico. Encontramos, por ejemplo, que el arranque de su novela Tiempos difíciles (Hard Times, 1854) está dedicado a las doctrinas educativas basadas en un enfoque ultramaterialista que servía para justificar los abusos del industrialismo salvaje, hoy capitalismo puro y simple:. “Pues bien, lo que quiero son hechos. No enseñe a estos chicos y chicas sino hechos. En la vida solo se necesitan hechos. No plante otra cosa y arranque todo lo demás”. Así comienza el primer capítulo de esta novela. El resto de sus páginas estarán dedicadas a demostrar que las emociones, las ilusiones y el sentido de la dignidad, tan alejados de los hechos materiales y secos, pueden ser mucho más determinantes que los simples datos en la vida de los seres humanos.

   De Inglaterra viajamos a España, y del siglo XIX retrocedemos al siglo XVI. Lázaro de Tormes es el hijo de una mujer sin recursos, viuda de un hombre condenado por robo. Siendo todavía muy pequeño, el niño es encomendado por su madre a un ciego vagabundo para que le sirva como guía y criado, a cambio de su sustento. Los caminos que esperan a ambos resultarán largos, tortuosos, crueles, y ese sustento será más bien escaso. La peor parte se la llevará siempre Lázaro: sufrirá hambre, padecerá frío y una profunda extrañeza. Las anécdotas por cuya sucesión se construye la novela parecen sugerir la idea de que su protagonista aprende a ser cínico y vengativo porque estas son las cualidades que el entorno le exige, o las que corresponden a alguien de su baja clase social y con todas las circunstancias en contra. Lo cierto es que estos supuestos defectos, que parecen hablar de un carácter que se corrompe con toda rapidez, son el resultado de una enseñanza despiadada, una sucesión de ataques de los que Lázaro, abandonado a su suerte, no tendrá otro remedio que defenderse para sobrevivir.

   Otro tanto ocurrirá con sus amos sucesivos: el cura lo matará de hambre a cambio de hipócritas lecciones morales; el hidalgo, presumido y pobre como una rata, le pedirá compartir los tristes mendrugos resecos que el niño ha obtenido pidiendo la caridad. Lázaro seguirá en sus interminables carreras a un fraile de actitudes poco monásticas y ejercerá como asistente de un vendedor de falsas bulas papales. Al cabo, el niño no habrá aprendido de sus mayores sino a protegerse del hambre por cualquier medio, aunque pase por la indignidad o el delito. En su pensamiento se instalará con firmeza la idea de que la infancia no es más que una etapa indefensa y horrible de la vida, y que lo mejor es que transcurra cuanto antes.

   Una supuesta enseñanza muy amarga: la niñez es algo que dura muy poco y, en todo caso, a veces conviene que acabe lo antes posible. Así es como sin duda lo perciben millones de criaturas sometidas a abusos y explotaciones de todo tipo, obligadas a combatir en guerras o a prostituirse. En estas realidades no hay lección alguna, solo opresión; incluso en el uso de esa palabra en plural, “realidades”, se esconde una profunda hipocresía. Porque la realidad no es plural, sino única; habitamos un único mundo en el que se dan al mismo tiempo condiciones de existencia muy distintas, algunas de ellas precarias y grises, otras revestidas de un supuesto brillo de prosperidad que, si nos descuidamos, puede cegarnos.

   En ocasiones, precariedad y brillo conviven en espacios muy cercanos, tanto que casi parece artificiosa la línea que los separa. Así ocurre en las grandes ciudades, cuyos barrios están a veces separados por desigualdades tan profundas como abismos. Muchas son las obras en las que se retrata este aspecto de la vida urbana. Encontramos un brillante ejemplo en la novela Un árbol crece en Brooklyn (A Tree Grows in Brooklyn, 1943), de la autora norteamericana Betty Smith. En ella se nos cuenta la historia de Francie Nolan, una niña imaginativa y vivaz, llena de ilusiones pero también sometida a unas duras condiciones de vida. Su voz conduce la narración con agilidad, rapidez y un agudo sentido de lo relevante. Sus descripciones son siempre astutas y pueden resultar ácidas; en ocasiones están tocadas por un austero y sabio lirismo. La imagen que da título al libro es un buen ejemplo de ello: una niña que crece en un barrio pobre es como un árbol que por puro azar germina y debe desarrollarse en el estrecho y asfixiante patio entre dos edificios. Carente de luz y casi también de agua, a pesar de todo, el tronco del árbol cobrará grosor y altura; sus ramas se llenarán de hojas. Las precarias condiciones en las que vive su familia no impiden a la niña tener esperanzas, divertirse con fantasías y observar con mirada curiosa todo cuanto sucede a su alrededor. Una mirada como esta rara vez se limita a registrar detalles o evitar tropiezos: su vocación es la de recoger lo que observa como algo vivo, material activo en la memoria y que servirá para construir su personalidad. Un árbol crece en Brooklyn es un ejemplo de ese tipo de mirada, y de cómo en ella cabe todo, o casi todo: los sueños y el hambre, el amor y el rencor, la esperanza y la desesperación. El mundo está en continua ruptura, pero las niñas y los niños no lo saben y se lanzan, antes de haber tenido tiempo de plantearse objeción alguna, a mirar todo de cerca y a querer tocarlo con sus manos.

   De un libro realista a otro fantástico; de las calles del Brooklyn de principios de siglo XX al tranquilo e imaginario pueblo de Green Town, en el medio oeste americano. Douglas Spaulding, el protagonista de la novela El vino del estío (Dandelion Wine, 1957) del autor norteamericano Ray Bradbury, es un niño vivaz, curioso y activo. Sus aventuras parecerían limitadas a primera vista, sobre todo teniendo en cuenta que rara vez traspasan los límites de su bonita y pequeña localidad; pero es que muchas de ellas tienen lugar en el territorio de la imaginación. Douglas entra en contacto con aquello que todavía desconoce por medio de la fantasía. Sus vecinos y vecinas son personajes de una larga e intrincada historia, llena de giros e intrigas que pueden estar ocurriendo o ser, tal vez, solo una posibilidad entre muchas. Es precisamente en el terreno fronterizo entre la invención y el entendimiento donde Bradbury sitúa el final de la niñez y el comienzo de la adolescencia, antesala de la edad adulta. Si el niño fantaseaba, el adulto en potencia se esfuerza ya por comprender el entorno. Aún así, las historias pueden —y deben, matizaría de seguro el escritor— formar parte del proceso. No importa si pertenecen a tradiciones ancestrales o surgen de la sospecha de que el vecino puede ser un antiguo pirata; si tienen por protagonista al reloj del ayuntamiento o forman parte de los juegos infantiles transmitidos de generación en generación. En la invención hay poder; las alegorías y las leyendas han formado siempre parte de la formación de los individuos y las sociedades que componen. Una historia, aunque sus términos resulten arcaicos y sus enseñanzas trasnochadas, nos conecta con el mundo ya pasado del que procede; y por simple que nos parezca su moraleja, gracias a ella podemos medir el grado de evolución o involución de nuestros principios, de nuestras prioridades como comunidad.

   Douglas Spaulding es un niño afortunado y vive en la tranquilidad que le permite la protección de su familia. Solo el tiempo lo amenaza; únicamente la obligación de comprender lo acecha. Así debería ser en el caso de todos los niños y niñas; ninguno debería tener miedo de sus propios padres, ni vivir la angustia del hambre y de la sed, la quiebra sin remedio de los abusos o el embrutecimiento de una educación en la sumisión y la violencia. Ninguna criatura debería tener que existir en el interior de las jaulas que los adultos construimos para encerrarnos los unos a los otros. Sin embargo, aquí están, junto a nosotros; lo único que sabemos decirles es que se agarren con fuerza a los barrotes.

   En este caso se encuentra Stella, la protagonista de la película que lleva su mismo nombre (Stella, Sylvie Verheyde, 2008). Estamos a finales de la década de los setenta y esta niña de once años vive en el piso superior de un ruidoso bar de barrio, regentado por sus padres, y donde día tras días se suceden las borracheras y los enfrentamientos entre los clientes. Su padre y su madre se quieren, pero no se respetan entre sí, igual que quieren a Stella pero no dedican ni cinco minutos a reflexionar acerca de lo que su hija puede necesitar de verdad. Ellos llevan una existencia a bandazos, y nada de raro tiene que la vida de su hija discurra de la misma forma inestable. Stella acaba de empezar en el instituto, donde su rendimiento es malo y su comportamiento huraño.

   Incluso las vacaciones en un pueblo, en casa de la abuela, serán una extensión de la dejadez de sus padres, que la envían allí solo para liberarse durante unos días de la responsabilidad de cuidarla. En el pueblo Stella tiene una amiga, pero sus circunstancias son muy parecidas: vagabundean sin la limitación de unas reglas, sin el refugio de unos cuidados. Juntas recorren caminos y solares, comparten un silencio que proyecta su tristeza hacia el espectador y son víctimas de un primer acoso sexual que no será, por desgracia, el último.

   La situación de Stella solo empezará a cambiar cuando conozca a una nueva amiga en el instituto. Hija de unos intelectuales argentinos  exiliados, la compañera no hará por ella, en realidad, nada extraordinario, salvo enseñarle el ejemplo de una vida por completo distinta a la suya. En su casa hay paz, y cariño; esta otra niña le presta libros, le habla de música y de sus impresiones y experiencias todavía infantiles. Gracias a este tiempo dotado de calidez, Stella comprenderá que no todas las niñas se acuestan tarde ni ven condicionado su descanso a los ruidos de borrachos y apostadores deportivos. Algunas, incluso, reciben atención, se les pregunta por sus estudios, por sus preferencias; se escuchan sus pequeñas historias. Aunque ver cambiadas sus circunstancias sea imposible, la niña adquiere con esta nueva perspectiva su primer impulso de auténtica rebeldía. No ese tipo de rebeldía inocente y sin efectos que la lleva a saltarse clases, eludir el estudio o pelearse con sus compañeras; estos abandonos suponen, más bien, una imitación de lo conocido. Su nueva actitud es la que nace de la disconformidad con el entorno, de la conciencia de que ha sufrido y sufre de manera injusta. La soledad, el desarraigo y el temor no eran inevitables, sino simple cuestión de mala suerte y el producto de la irresponsabilidad de algunos adultos. De esta noción sacará Stella las fuerzas necesarias para desear cosas distintas a las que hasta ahora se le ofrecían, y que suponían, a la fuerza, todo su horizonte.

   Sin marcharnos de Francia, hacemos parada casi obligatoria en la filmografía del director François Truffaut. Si hubo un tema recurrente en su trabajo, aparte del cine dentro del cine y los cambiantes registros del amor, ese fue el de la infancia. Y no una infancia feliz, sino ignorada; víctima de la falta de responsabilidad y, sobre todo, de la falta de consciencia de los adultos acerca de las necesidades reales de las criaturas a su cargo. Dos títulos de este director tienen como protagonistas a los niños y niñas, aunque en dos sentidos muy distintos. En Los cuatrocientos golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959) asistimos a escenas de la vida de un niño descuidado emocionalmente por unos padres egoístas, y que responde a esa situación con ocurrencias propias de su edad y de un carácter aventurero. Antoine Doinel se ve implicado en una fuga hacia delante que pretende alejarse de la falta de empatía y de la severidad de una educación pensada para reprimir, no para cuidar. Toda su vida, según Truffaut nos la muestra después en diversas películas, será ya en cierto modo una continuación de ese primer impulso de huida e independencia forzosa. Bastantes años después, en La piel dura (L'argent de poche, 1976) el relato ya no se centra en un único personaje sino en un variado grupo de niños. A partir de la historia de sus protagonistas, el argumento se vuelve caleidoscópico y nos muestra las diferentes circunstancias que conviven en el espacio reducido de una ciudad de provincias. Aquí el director se sitúa, por tanto, un poco más lejos que en su anterior título: a la distancia necesaria para retratar a una sociedad completa que se esfuerza por alcanzar logros y mantener avances pero cuyos integrantes, ya sea por incapacidad o ceguera, olvidan que lo más importante siguen siendo las personas que tienen junto a ellos. Niños y niñas son las primeras víctimas de la alienación en la que viven sumidas las personas adultas; abandonados muchas veces a la difícil suerte de tener la piel lo bastante dura como para aguantar las contradicciones de la educación, la desilusión de crecer, la de querer hacerlo a veces antes de tiempo, todo.

   El abandono de la infancia existe en todos los países, en las más diversas culturas, religiones y situaciones políticas. El cine, si es buen cine, tiene que reflejar esta faceta de la realidad. Para ilustrar esta idea haremos un rápido repaso por algunos títulos que servirán para completar nuestro recorrido.

   La película senegalesa La pequeña vendedora de sol (La petite vendeuse de soleil, (Djibril Diop Mambéty, 1999) nos cuenta la historia de Sili, una niña sin techo. Con escenas rápidas, que en un principio pueden incluso dar la impresión de una cierta ligereza en el tratamiento de la historia, se nos ofrece un retrato de Dakar, que es un retrato del mundo al completo: un lugar donde incluso entre las personas sin recursos hay jerarquías y opresiones. Sili no solo es una niña y vive en la calle, sino que además usa muletas para andar. Los demás niños sin techo no quieren permitirle que se dedique a vender periódicos, una actividad un poco mejor remunerada que la simple petición de limosna. Con sencillez, fijándose en pequeños detalles y con diálogos sin aparente profundidad, el director nos ofrece un retrato de la dignidad y de la lucha necesaria para alcanzarla y mantenerla; porque para la niña, convertirse en vendedora de periódicos no es solo un asunto de dinero, sino también de límites, de lo que su entorno le dicta que puede o no hacer, hasta dónde puede llegar. Al cruzar esos límites, la protagonista cobra una nueva conciencia de sí misma, toma un mínimo pero significativo control sobre sus circunstancias, por una vez se mueve y no se limita, como siempre, a ser movida.

   Wadjda, la protagonista de La bicicleta verde (Wadjda, Haifaa Al-Mansour, 2012), no carece de lo más básico, como Sili, pero vive en Arabia Saudí y esto implica unas importantes limitaciones a su vida y sus perspectivas de futuro. Su educación está orientada a prepararla para un momento, el de la llegada de la pubertad, en el que deberá cubrir su cabello y pensar en su próxima unión con un hombre, el marido que será su dueño a partir de entonces. No está bien visto que una niña juegue con niños varones de su edad ni, en general, que su vida sea muy activa. El sueño de Wadjda, sin embargo, es tener una bicicleta, una preciosa bicicleta verde con la que correr de un lado a otro. De momento, la bicicleta sigue en la tienda, pero no será así por mucho tiempo si ella puede reunir el dinero necesario para comprarla. Mientras, va a verla de vez en cuando, pregunta al vendedor por su precio y condiciones de venta, fantasea con lo que hará una vez la tenga, ajena en todo momento al hecho de que ningún adulto ve como natural que ella pueda llegar a poseer un objeto normalmente reservado a los niños varones. ¿Para qué puede una niña querer algo que ni siquiera va a poder usar en público? Esta lógica de los adultos, con sus fanatismos y costumbres, va en contra del impulso natural de la infancia de explorar, establecer vínculos; le impone unos roles y juegos de poder que nada tienen que ver con su desarrollo. Más allá del cuestionamiento acerca de la validez u obligado respeto hacia determinadas creencias y obligaciones sociales, queda claro que esta película quiere transmitirnos el mensaje de que las limitaciones y los estrictos papeles que las personas adultas asumimos no tienen nada de voluntarios ni de meditados. Son el resultado de una socialización que restringe nuestro punto de vista y que decide lo que podemos o no hacer, incluso aquello que no podemos desear. El deseo de Wadjda es lógico para su edad; la prohibición de ponerlo en práctica convierte sus ganas de jugar en un símbolo modesto y perfecto de lo absurdo de todas las imposiciones por razón de género, de las opresiones y los rígidos mandatos.

   Fanny y Alexander, los hermanos protagonistas de la película dirigida por Ingmar Bergman (Fanny och Alexander, 1982) pertenecen a una familia acomodada de Uppsala, Suecia. Comienza el siglo XX y esta afortunada pareja de hermanos no parece tener otras preocupaciones que las de recibir la conservadora educación propia de su clase social y disfrutar de lujos y alegría. Sus padres se dedican al teatro y en su casa reina un clima alegre y próspero. Un día, sin embargo, la desgracia los visita y fallece su padre. A este terremoto en sus vidas le sucede, poco después, un segundo igual de fuerte: su madre decide volver a casarse, y no con un hombre de intereses o carácter parecidos a los de su difunto marido, sino con un líder fundamentalista religioso. Se trata de una persona rígida y fría, sin otro deseo que el de someter y ser temido. La pareja de hermanos soportará castigos y humillaciones. Desconcertados, tendrán que ver cómo su propia madre se pliega, cegada por su enamoramiento, a los deseos más irracionales y crueles de su nuevo esposo. Aunque la historia de Bergman cobra, a partir de cierto momento, aires de cuento gótico, bajo los elementos fantásticos o simplemente fascinadores presentes en su argumento y atmósfera hay un sustrato de crítica, incluso de denuncia. Las personas adultas imponemos los virajes de nuestra cambiante vida, regidas por emociones y deseos. Los niños y las niñas, parece decirnos el director sueco, necesitan felicidad; la calma de verse bien atendidos y rodeados de buen humor, de cariño. La historia de Fanny y Alexander es la de un cruel despertar a la realidad en parte fabricada y en parte soportada por los adultos. El sueño de la ingenuidad, una vez agitado y roto, resulta muy difícil o imposible de volver a componer.

   Verano 1993 (Estiu 1993, Carla Simón, 2017) nos cuenta los detalles de un recorrido involuntario y algo tortuoso: desde un piso en el centro de Barcelona, Frida se verá obligada a trasladarse al campo, a la casa de sus tíos. Cambio de domicilio, de compañía y cuidadores, cambio de rutinas y responsabilidades. Su madre ha muerto. De ella se espera que, poco a poco, se acostumbre a una vida completamente nueva. No hay prisa, o al menos no demasiada; los adultos que rodean a Frida cuidan de ella y quieren procurar su calma y su alegría. Solo hay un problema, y es que no saben cómo. La niña plantea problemas, se resiste, no se pliega a los intentos de acercamiento, bien intencionados aunque algo toscos (¿quién sabría hacerlo mejor?) de la pareja que la ha tomado a su cargo. Su nueva familia es próxima y lejana a la vez. Mediante escenas que pretenden mostrarnos cómo respiran ciertos momentos, y que dejan que cada silencio se alargue con bella naturalidad, esta película nos habla de un lento abandono. Es ya un lugar común recordar que tras cualquier puerta de nuestro mismo descansillo puede estar desarrollándose una situación de soledad extrema, carencia de los bienes más básicos, de violencia emocional o incluso física. Pero una utilidad tienen estos recordatorios: la de despertar nuestra conciencia. Antes de marcharse para siempre, la madre de Frida la había acostumbrado a una situación asfixiante, a unas circunstancias opresivas. Ahora, con su nueva familia, tendrá una oportunidad de vivir de otra manera; aunque no siempre se saben o se pueden aprovechar las oportunidades. Sin necesidad de grandes gestos ni momentos culminantes ocupados por una música de sones espectaculares, Estiu 1993 agarra nuestros hombros y los agita un poco. No, quizá, con demasiada violencia, pero sí con un efecto duradero.

   Tal vez sea esta la única meta que una película o un libro pueda pretender respecto a un tema como el de la infancia: mostrar sin rodeos ni justificaciones; permitir luego que lo enseñado llegue a nuestra mente y nuestro corazón, para informarles. Solo así podremos tomar las decisiones correctas. Cualquier buena historia que tenga a los niños y niñas como protagonistas, como Estiu 1993 o Un árbol crece en Brooklyn, llama a nuestro instinto a que se ponga de su parte y luego ofrece a nuestra razón argumentos para que haga lo mismo. Quiere enseñarnos, documentando al sentimiento, a que con respecto a la infancia tomemos siempre, en la medida de lo posible, las mejores decisiones.








martes, 3 de diciembre de 2019

LA CIUDAD REFLEJO




   El visitante que llega a Lisboa tiene, de inmediato, una tenue pero persistente impresión que no sabe, en un primer momento, a qué atribuir. Se trata de una sensación agradable, aunque tiene una nota de melancolía. Al mismo tiempo, es común que la mirada curiosa note los tirones de un impulso, el de captar la imagen, el detalle que se le escapa por el rabillo del ojo mientras admira otra cosa. Las calles del Lisboa viejo están compuestas por cientos de hermosísimas fachadas. ¿Tendrá que ver esa sensación de la que se hablaba con la decoración de coloridos azulejos cuyos diseños se han vuelto tan célebres? Puede ser; pero no, no se debe a eso únicamente. En muchas de esas fachadas hay huecos y pintadas, proliferan los desperfectos e incluso, en algunas zonas, se dan malos olores. Todo a nuestro alrededor tiene un aire de decadencia que resulta estimulante, profundamente alegre. Tal vez lo que hemos notado al empezar a recorrer las calles sea esa alegría, esa aparente despreocupación del entorno. Es agosto y también hace calor, un calor húmedo que dura lo que la luz del sol y que moja nuestras frentes de sudor mientras recorremos la Rua Boa Vista, el Chiado; a lo largo de las extensas avenidas de aire colonial que llevan hasta Alfama, el viejo y famoso barrio lleno de tascas, compuesto de casas amontonadas de cuyas ventanas cuelgan prendas puestas a secar sobre las terrazas de los mejores restaurantes. Las calles suben, con pronunciadas pendientes, y bajan como breves precipicios adornados con flores de tonos vivaces.

                                  

   El visitante se ve rodeado de un esplendor secreto, que aguarda a su alrededor en miles de detalles a cuya suma pusieron, en su momento, el nombre de Lisboa. Pero solo al cabo de varias horas o incluso días de recorrer sus callejuelas habitadas por antiguas tiendas y graffitis con la efigie de Pessoa, creerá haber entendido, por fin, a qué se debía su impresión inicial. Necesitará cruzar sus plazas y padecer sus escaleras para fijar el origen de esa impresión, que le invadió nada más bajar del coche o el tren y poner el primer pie en una de sus aceras. Lisboa, la Lisboa vieja que recorren los turistas y otros que pretendemos no serlo, es la ciudad que nos dice cómo serían todas las ciudades de haber podido permanecer libres al ansia de usurpación de lo nuevo. Nos recuerda qué aspecto tendrían si, en lugar de sustituir de manera obsesiva y codiciosa cada fachada que se deteriora o a la que se pretende dar un aire “moderno”, los edificios de esas ciudades hubieran sido tratados como algo valioso, dotado de una historia y capaces, con su presencia, de transmitirla a quienes fueran llegando después. Por desgracia, existen la especulación y la desmemoria. Una mayoría de ciudades conservan solo pequeños restos concentrados de lo que fueron; y luego está Lisboa, que muchas miradas con el hábito de lo pulcro, de lo aséptico, encuentran sucia o estropeada pero que, sencillamente, es una ciudad que se niega a cambiar de rostro. Podría decirse que sus facciones son también, en cierto modo, las nuestras. Lisboa es un espejo, y la imagen que nos ofrecen sus fachadas, llenas de accidentes y desperfectos causados por el uso y el tiempo, devuelve a sus habitantes ocasionales o estables un retrato libre de artificios, de complicadas e inútiles operaciones estéticas. Los minutos dejan en nuestra piel la huella insidiosa y constante de sus pies menudos. Negarlo sería absurdo, y por eso Lisboa se empeña en conservar las huellas de su propia y equivalente decadencia, las marcas que el tiempo le ha dejado en la cara y que le confieren, como también a las nuestras, toda su belleza.





lunes, 2 de septiembre de 2019

UN BELLO INTENTO: OBRAS DE TEATRO ADAPTADAS AL CINE

   (Artículo publicado en la madrileña revista Almiar, nº correspondiente a agosto de 2019)


 



“¡Atención! ¿Están listas las luces? ¿Y la música? ¿Listas las actrices? ¿Los actores? ¡Muy bien, entonces empezamos! ¡Adelante! ¡Telón!

¿Telón? ¿Pero esto no era el comienzo del rodaje de una película? Ah, claro, sí que es una película, pero una muy especial: la adaptación al cine de una obra de teatro. De ahí esa forma que ha tenido el director —¿o es una directora?— de convocar a su equipo. En este momento siento por él, o ella, algo de envidia, porque se dispone a llevar a cabo un bellísimo intento: el de plasmar en imágenes fijas la maravillosa y extraña realidad del teatro. Puede que sea un intento destinado al fracaso, pero eso lo hace todavía más valioso y más auténtico porque ¿no es acaso el acto de la creación artística un esfuerzo continuo, y muchas veces sin recompensa, de dar una forma a lo intangible?

Imagino al equipo de rodaje ya en plena tarea. Este grupo de personas se dispone a intentar trasladar al cine, a la imagen filmada, la falsa espontaneidad, la frescura ensayada de una obra de teatro. Y no lo tienen nada fácil, así que, de momento, vamos a dejar que se concentren en su trabajo. Mientras avanzan y retroceden en su primera escena, repitiéndola una y otra vez hasta dar con la toma que juzguen como la más perfecta, nosotros vamos a echar un vistazo atrás y a conocer algunos detalles que pueden resultar interesantes sobre este intento fracasado de antemano. Síganme, por favor.

Quien haya leído alguna de las anteriores entregas de esta sección, El proyector de palabras, habrá podido darse cuenta de que los datos contenidos en los textos parecen no guardar orden alguno. Esto no es del todo cierto; en ellos rige un orden algo caótico pero, en realidad, muy determinado: el de las emociones, recuerdos y preferencias de quien los escribe. Este artículo no va a ser una excepción y, por eso, comenzará por los dos autores de teatro que me son más queridos: Federico García Lorca y Tennessee Williams.

En 1936, el mismo año en el que sería asesinado, Federico García Lorca escribe La casa de Bernarda Alba. Esta obra, que pudo ser estrenada solo diez años después en Argentina, retrata de manera visceral y sincera la cerrazón y el oscurantismo que reinaban en buena parte de España a principios del siglo XX. Contenía una crítica feroz a la estructura familiar tradicional, al patriarcado y a la educación represiva que se imponía a las mujeres respecto a su papel en la sociedad. Preservar su “honra” y aprender los rudimentos del servicio a sus amos y señores, los hombres, era todo lo que una joven decente necesitaba hacer mientras le llegaba el momento clave de su existencia, es decir, el de ser elegida para el matrimonio. La obra de García Lorca suponía también un análisis de las profundas diferencias sociales existentes en un país convulso política y socialmente, sumido en su mayor parte en la ignorancia y en la precariedad, y al que no fue difícil llevar a una guerra espantosa y fratricida.

Desde un punto de vista más puramente literario, la obra de García Lorca ahonda en su proyecto personal, arriesgado, profundamente lírico. Su forma de entender la literatura y el teatro busca provocar en cada espectador, en cada persona lectora, el gesto de mirar en su propio interior y sentirse, una y otra vez, resumida en esencia y retratada sobre las tablas. Las reiteraciones presentes en el texto, que crean un efecto poético, comparten el espacio escénico con una hábil disposición de los recursos teatrales, gestuales y recitativos del elenco protagonista. No es poca cosa, por decirlo de una manera coloquial, representar a Lorca: su plasmación óptima llegaría nada más y nada menos que con la verdad, la verdad del alma humana, la verdad de sus carencias y frustraciones más hondas, la verdad de su represión constante. Metáforas complejas y expresiones significativas son introducidas en los diálogos en apariencia más naturales, logrando un efecto de realidad trascendida, no simplemente expuesta sino analizada. La casa de Bernarda Alba aspira a ser un universo en sí misma, y —en mi modesta opinión— no solo lo consigue, sino que incluso supera los objetivos de su autor.

Esta obra sigue siendo, a día de hoy, una de las más representadas de todo el repertorio teatral en nuestro país. Algo en su argumento, en sus poderosos personales femeninos y en sus diálogos esclarecidos toca de manera directa y viva un nervio al descubierto de nuestra sociedad, de nuestra educación o falta de ella, de nuestra forma de ver el mundo. Las mujeres son, por una vez, protagonistas. Se retratan sus opresiones y angustias, el rígido hábito de costumbres e imposiciones con el que se las vestía nada más nacer y del que ellas no podían librarse, a riesgo de ser condenadas al ostracismo, la violencia e incluso la muerte. Una muerte en vida es lo que supone el encierro impuesto por Bernarda Alba a sus hijas, en contra de su juventud y su aliento.

En 1987 llega una adaptación al cine de la mano del director Mario Camus, un clásico de nuestro panorama fílmico y una opción segura en lo que a respeto por la obra original se refiere. La película quiere ser una adaptación fiel al texto de García Lorca, y se apoya sobre todo en la excelente interpretación de sus actrices protagonistas, con Irene Gutierrez Caba y Florinda Chico a la cabeza. Espacios cerrados y colores oscuros para la historia que mejor ha hablado de públicos encierros y pasiones que corren bajo la piel; “algo muy grande” que sucede bajo las ropas teñidas del omnipresente color negro, símbolo aquí de la cárcel en la que son encerradas las emociones.

Casi exactamente dos décadas después del asesinato de Federico García Lorca, en 1955, el autor norteamericano Tennesee Williams estrena su obra La gata sobre el tejado de zinc caliente. En este momento, Williams era ya un dramaturgo consagrado y famoso gracias a títulos como El zoo de cristal y, sobre todo, Un tranvía llamado deseo. Pero será La gata… la pieza con la que el autor desplegaría, en mi opinión, todo el magnífico aparato de su talento. Su tema será uno de los más importantes para el autor: la mentira; con la presencia de sus habituales compañeros, la ocultación y la hipocresía.

El escenario es una mansión del llamado “Gran Sur”, el sur más reaccionario y anclado en la tradición del esclavismo, gracias al cual se forjaron enormes fortunas. Los personajes principales son tres: un ex jugador de rugby, alcoholizado y perseguido por algunos fantasmas; su mujer, que a pesar de todo aún lo ama y quiere sacarlo del marasmo emocional en el que está sumido; y el padre del primero, rico terrateniente, dueño, señor de su casa pero también un ser humano vulnerable a la enfermedad. Podría decirse que el auténtico entorno de la acción dramática reside en este tormentoso y vapuleado trío, a cuyos diálogos mordaces asistimos con un asombro cada vez mayor. Nada más difícil que dar vida a unas personalidades en feroz conflicto, enfrentadas a causa de sus deseos y las falsedades necesarias para cumplirlos. Insinuaciones que se convierten en reproches, acusaciones disparadas como balas que quieren atravesar los órganos más vitales. Calor, alcohol, sexualidad reprimida o demasiado evidente… Todo ello se mezcla para formar una gran madeja apretada y caliente al tacto, como el tejado de zinc que aparece en el título de la obra y que imaginamos ardiendo literalmente, intocable como el centro de un volcán después de horas de recibir el baño sin misericordia de los rayos solares.

Ambos autores, García Lorca y Tennesee Williams, aunque lejanos en el espacio comparten un universo de referentes: el sur, castigado por el calor y por las viejas costumbres, inamovibles como piedras que nada sirven para construir. Un sur imbricado por tradiciones que quieren limitar la libre expresión de las mismas emociones y apetitos que su clima favorece y envuelve con un manto de sudor y languidez. Sur andaluz o americano, sur a fin de cuentas: sofocante, habitado por supersticiones y fantasmas, convulso de emociones y violencias, barroco.

Tennessee Williams ha tenido una suerte variable con sus adaptaciones al cine. En el caso de La gata sobre el tejado de zinc caliente esa suerte fue muy buena: la película dirigida por Richard Brooks y estrenada en 1958 es una verdadera obra maestra. Experto en llevar textos literarios a formato cinematográfico, Brooks compone un astuto rompecabezas en cuya caldeada puesta en escena no falta de nada: color rabioso, luz a raudales, interiores matizados por blancas celosías de madera y un mueble-bar muy bien surtido de botellas. Un final modificado con respecto al de la obra de teatro para introducir la esperanza y una cierta dosis de cínico romanticismo, obligados en una gran producción de Hollywood, no logran empañar el profundo atractivo de esta gran película. Solo otra adaptación de su obra, esta a cargo del maestro Joseph L. Mankiewicz, consigue superarla. En De repente, el último verano (1959) encontramos la plasmación de un maravilloso y muy logrado aire gótico para una historia de Tennessee Williams en la que, una vez más, no falta de nada. La crítica social y humana encuentra su más hiperbólico y acertado cauce en las insinuaciones de incesto. El escenario es un lujurioso jardín habitado por plantas carnívoras; y el clímax de la historia tiene lugar con el relato sobre la muerte del omnipresente Sebastian, personaje in absentia cuya alargada sombra domina los destinos y terrores de los protagonistas.

Retrocedamos ahora un poco en el tiempo, en concreto hasta finales del siglo XIX, cuando una pequeña revolución está en marcha. Erik Ibsen, dramaturgo y poeta, cuestiona en sus obras los esquemas más tradicionales de la familia y la sociedad. No intentaremos aquí resumir unos datos biográficos que pueden encontrarse en las enciclopedias. Mencionaremos solo que, después de un período de trabajo en el ámbito teatral, Ibsen decide emprender un exilio voluntario de su país, Noruega, que durará veintisiete años. La razón fundamental es la asfixia: el autor se ahoga en una sociedad predominantemente religiosa, entregada a los rigores del luteranismo y con unos esquemas muy rígidos respecto a la familia y la organización social. Residirá en diversos países, sobre todo en Italia y Alemania, donde desarrollará lo principal de su obra. De esta larga época de distancia respecto a sus orígenes y experimentación artística data la que probablemente sea su obra más conocida: Casa de muñecas (1879).

Desde su estreno, esta obra fue motivo de encendidos debates y colocó a Ibsen en la vanguardia de la escena teatral e intelectual europea. Su argumento es bien conocido: Nora y su marido Torvald Helmer, un modesto abogado, viven en una encantadora casita donde crían a sus tres hijos. La concordia parece reinar en este hogar de personas trabajadoras y que aspiran a cierto refinamiento. El buen entendimiento entre los cónyuges se basa, como no podía ser de otra manera, en el alegre y práctico acatamiento de Nora respecto a su papel de ama de casa y cuidadora. La esposa cumple el papel de cómplice del marido en su carrera por obtener una posición acomodada; y el de ángel vigilante del agradable hogar construido con el esfuerzo de ambos.

Pero la felicidad que reina en casa de la familia Helmer resulta ser un frágil decorado compuesto de un poco de humo, luces y unos cuantos cordeles. Una inesperada visita obliga a Nora a enfrentarse con situaciones del pasado. Hubo un grave momento en el que tuvo que sacrificar la sinceridad respecto a su marido, semejante a un santo sacramento, precisamente para salvaguardar su salud. Por esa razón contrajo una enorme deuda, que ha estado devolviendo poco a poco y en el más estricto secreto. Ahora su acreedor le pide un favor enorme; y amenaza con que, de no serle concedido, hará que todo el asunto salga a la luz. La pregunta, la terrible duda que plantea esta situación puede resumirse así: ¿será su marido un dios benigno, o una deidad estricta y vengativa? ¿Por qué el simple hecho de contraer matrimonio convierte a las mujeres en oficiantes de un culto doméstico cruel para ellas?

Después de casi cien años de éxito y continuas representaciones, Casa de muñecas es llevada al cine en dos ocasiones. La adaptación dirigida por Patrick Garlan y estrenada en 1973 supone un digno acercamiento al texto de Ibsen, sobre todo por lo que toca al reparto elegido, con Claire Bloom y Anthony Hopkins en los papeles protagonistas. Sin embargo, algo falla en esta versión de la obra. No está presente lo que quizá más destaque en su desarrollo, la cualidad humana y chispeante de los diálogos, llenos de ironía y vivacidad. La película adolece de cierta rigidez y tampoco quedan en ella demasiados rastros de la crudeza contenida en la opresiva historia, y que en su momento llevó a considerar a su autor como un defensor del feminismo.

Otro salto en el tiempo, esta vez incluso un poco más lejos. Estamos en la segunda mitad del siglo XVI y un dramaturgo inglés escribe unas obras cargadas de lirismo y oscuridad, herederas de las mismas tradiciones que sus contemporáneas pero con un toque adicional de brillantez y, quizá, de pesimismo. William Shakespeare (1564-1616) gozó en vida de fama y éxito, pero serían posteriores estudios y revisitaciones, ya en el siglo XIX, los que multiplicarían su prestigio y lo convertirían en la figura literaria de renombre mundial que es a día de hoy. Más allá de consideraciones filológicas o críticas acerca de las razones para considerar la obra de Shakespeare como esencial en la historia de la literatura occidental, lo cierto es que algunos de sus textos rezuman nervio y tocan inquietudes universales. En sus diálogos pero, sobre todo, en la urdimbre cuidadosa y cruel de las tragedias y del retorcido carácter de ciertos protagonistas, encontramos un afilado comentario acerca de lo menos amable de la naturaleza humana.

Lo sobrenatural juega en las obras de Shakespeare un destacado papel, aunque no como parte central de los argumentos sino a modo de nexo o vehículo para que la acción arranque o se desarrolle. Una aparición puede ser el presagio o la denuncia, procedente del “más allá”, que dispare las emociones de los protagonistas y precipite su destino. Este concepto, el de hado, o fatalidad, resulta crucial en el universo del autor inglés, y dicta el sentido final de unos actos que, más o menos impulsados por los bajos instintos, por el ansia de poder o la lujuria, están ya predeterminados antes del primer hecho o la primera palabra que los originará.

Así ocurre en la Tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca (escrita entre 1599 y 1601), donde el fantasma del Rey se aparece hasta llamar la atención de su hijo para revelarle que fue asesinado por el tío de Hamlet. Este crimen habría tenido como motivo el ansia del hermano del Rey por ocupar el trono y también el lugar de la víctima junto a la madre de Hamlet, la reina. El protagonista decide entonces hacerse pasar por demente para, por medio de una serie de estratagemas, desenmascarar al asesino. La violencia y el cinismo de los personajes, incluyendo al propio Hamlet, cuyo carácter se amarga y vuelve más cruel a medida que avanza la acción, propicia un final sangriento y una conclusión: el camino de la venganza es solo de ida. Todas las personas implicadas en ella acabarán por perder la inocencia, su posición y hasta la vida.

En sus adaptaciones al cine esta obra no ha quedado, de momento, mal parada: en 1948, Lawrence Olivier estrena su versión del clásico shakesperiano, con una cosecha de excelentes críticas y muchos premios. En 1990 tiene lugar un pequeño revés, y se estrena una innecesaria película de Franco Zefirelli, con un musculoso, tosco e inadecuado Mel Gibson en el papel protagonista. Seis años más tarde, en cambio, el actor y director Kenneth Brannagh estrena su propia versión, con una puesta en escena atractiva y cierta agilidad en el tratamiento de la historia. La película adolece de una duración un poco excesiva y de la presencia, quizá algo cargante, de su protagonista pero resulta, aún así, digna de verse.

Como en cualquier traducción, adaptar un texto escrito originalmente en el lenguaje del teatro a otro distinto, en este caso los códigos propios del cine, no resulta una tarea fácil. La viveza e inmediatez de una puesta en escena teatral corren el riesgo, al pasar al idioma de las imágenes filmadas, de quedar reducidas al estatismo y la ausencia de aliento. Quizá por esa razón ha habido autores que se han propuesto, en mayor medida, lograr una simbiosis entre ambos géneros. O tal vez es que, influidos por un profundo amor a los dos, no han podido evitar que rasgos esenciales de cada uno se hicieran presentes en su obra. De entre todos ellos, el más interesante quizá sea el director sueco Ingmar Bergman.

La obra de Bergman no pierde vigencia y continúa sirviendo de ejemplo en muchos aspectos. Sus películas recorren las inquietudes del ser humano, y también las dudas y vacilaciones, las pruebas constantes que se le presentan a cualquier persona creadora en busca de la mejor forma de transmitir su mensaje. En lo que ahora nos importa, las conexiones del autor sueco con el teatro son permanentes. Antes que director de cine lo fue de teatro, una dedicación que, según sus propias palabras, ha constituido su gran pasión desde siempre. Desde 1938 hasta 2002, Bergman llevó a los escenarios un total de 125 producciones teatrales. Un número espectacular, sin duda, sobre todo teniendo en cuenta la calidad y el compromiso del director con su obra. Son especialmente célebres sus puestas en escena de Strinberg, Ibsen y O’Neill, autores afines a sus propias inquietudes como creador. Esta pasión por el escenario se aprecia en sus películas, no solo a través del tratamiento formal, donde encontramos un gusto por las escenas intimistas, los diálogos cargados de significación y la proximidad física con las actrices y actores, sino también en el fondo de las historias. El componente emocional predomina sobre las anécdotas del argumento; su objetivo es lograr un retrato de la intensidad de los conflictos, de los sentimientos más íntimos y encontrados. Se trata de un intento de explorar la enorme riqueza de matices del carácter humano, por cuyo descubrimiento se siente Bergman tan fascinado como temeroso de lo que pueda encontrar.

Estos rasgos, que podríamos denominar “fílmico-teatrales”, se encuentran en muchos de los títulos de su extensa y rica producción como director de cine. En Los comulgantes (1963), por ejemplo, resulta evidente la atención que el realizador presta a los detalles de la liturgia religiosa, que en sí tienen ya mucho de representación. Esos momentos resultan tan esencialesimportantes a lo largo de la película como las escenas en las que el sacerdote protagonista se sincera acerca de su propia incapacidad emocional para empatizar con los feligreses, a los que además solo puede ofrecer la cáscara vacía de una fe inexistente. En unas y otras escenas, hay un juego entre los personajes y el espacio donde el director sitúa cada uno de los encuentros entre ellos. Una habitación desnuda, con la única decoración de un oscuro crucifijo de madera es, por ejemplo, el escenario de la revelación acerca del vacío interior del sacerdote. Bergman nos propone un diálogo entre los lugares y los personajes, que a su vez son la representación de caracteres verdaderos, de verdaderas personas con sus dudas y temores, aquí resumidos y cifrados en unos diálogos que resumen su inquietud.

La obra de Bergman, como la de todo verdadero artista, es una búsqueda constante. En la experimentación encuentra el narrador sus argumentos, sus hallazgos formales y, en definitiva, el sentido de lo que hace. En este caso, las herramientas de esa búsqueda son de origen teatral: diálogos, monólogos, planos medios donde las figuras son cuidadosamente colocadas para interaccionar con ensayada naturalidad. Es cierto que muchas de sus películas incluyen también los famosos primeros planos de rostros, con los que Bergman intentaba transmitir lo esencial del ser humano. Pero una buena parte de las atmósferas creadas por el director para sus historias tienen un aire inequívocamente estudiado, los límites del plano son los bordes de un escenario y quienes aparecen en él, figuras en plena representación.

A pesar de su enorme riqueza, la obra de Bergman no agota, como es lógico, todas las posibilidades expresivas e incluso visuales de la adaptación del teatro al cine o, como antes comentaba, su fusión. Muchos son los autores que han explorado esta relación, y en cuyas películas se pueden encontrar rastros de la pasión por el teatro y la utilización de recursos netamente teatrales. En este artículo he intentado dar una breve idea de algunos de los nombres más importantes; pero los nombres, como siempre y por fortuna, son muchos más.

Quiero terminar con una breve reflexión acerca de la relación entre el cine y el legado teatral más importante que poseemos: el enorme y brillante conjunto de obras de nuestro Siglo de Oro. Las piezas escritas por decenas de autores y autoras componen un vasto, complejo y bellísimo mosaico. De muchos de estos textos sería posible tomar ideas, maravillosos diálogos, ingeniosas situaciones y apasionantes personajes para escribir historias aptas para el cine. Ya fuese en una adaptación más literal, o bien actualizando situaciones, vestuario e incluso el lenguaje, el impresionante legado que supone el teatro del Siglo de Oro español podría ser aprovechado por realizadores actuales como base para contar sus propias historias y vivencias. Hasta ahora, solo unos pocos títulos han surgido de la adaptación de autores como Lope de Vega o Calderón de la Barca, por mencionar dos de los más conocidos. Muchas de esas películas fueron producidas por México o Argentina; muy pocas en España, y con un resultado, digámoslo así, discreto. El perro del hortelano (Pilar Miró, 1996) supone un intento notable, aunque un poco plano en cuanto a sus resultados. La vida es sueño, del maestro Calderón, ha sido llevada al cine en varias ocasiones, en adaptaciones directas y también algo más libres, incluso no confesadas. Sin embargo, algo no acaba de cuajar en estos trabajos. Aunque por supuesto se trata de esfuerzos dignos y loables, ninguno consigue alcanzar la esencia de sus fuentes, de manera que no resulte necesario un fastuoso vestuario, o una repetición literal de versos alambicados y barrocos. Esta esencia a la que me refiero puede estar en otra parte, en el carácter de los personajes, en su espíritu trágico, o cómico, o con ambas naturalezas; en lo que esos personajes tienen de atemporales y vigentes, más allá de sus ropas y su forma de expresarse.

Por supuesto, yo no soy realizador cinematográfico, ni experto en teatro. Este comentario es una simple opinión; y cada una de las películas que he mencionado, tanto a lo largo del artículo como en este último párrafo, intentos, bellos intentos de acercarse a la raíz de las obras que adaptaban. Porque ¿qué puede pedirse a una adaptación teatral al cine, más allá de que sea el intento más honesto y visceral posible de llevar a imágenes la vivacidad de una representación sobre el escenario? ¿Qué puede pedirse a cualquier obra de arte, salvo que intente expresar su mensaje de la manera más personal y auténtica? Intentos, bellos intentos, eso son todas las historias, todas las pinturas, las canciones y las obras de teatro y cine. Intentos en los que, con algo de suerte, quizá resultemos reflejados y expresados. Como escribió T.S. Eliot: “A nosotros solo nos queda intentarlo. Lo demás no es cosa nuestra”.

jueves, 9 de mayo de 2019

BREVE COMUNICADO PARA EL VIAJE






            Breve comunicado para el viaje



            Instrucciones para casos de emergencia
            que tal vez puedan darse en pleno vuelo:
            si por mala suerte o insidia de la empresa
            se sienta lejos de su acompañante
            hágale periódicas visitas, aunque interrumpa
            los retrocesos y avances del carro de bebidas.


            Si es hombre, no invada el espacio de ambos lados
            con sus brazos y sus piernas expandidas;
            si es mujer, proteste: no permita que los hombres
            ejerzan de invasores con su espacio personal
            según su ya enraizada, histórica costumbre.


            Crea en Dios si cree que eso le ayuda
            en los momentos clave del despegue
            y del aterrizaje. Puede ir mirando
            por la ventanilla  y comprobar que el mundo
            está lejos, muy abajo, y que su piel
se extiende en preocupantes claros,
            llanuras pardas y las manchas de color por que respira.


            Respete al personal: tampoco ellas ni ellos
            disfrutan viajando encajonados en el espacio exiguo
            que reservan al pasaje los creadores
            de este ataúd volante, al precio de oro
            que cuesta cada asiento y cada bocanada de aire.


            Pero consuélese: puede usted comprar perfumes
            y bebidas alcohólicas libres de impuestos casi por completo;
puede participar en alguno de nuestros magníficos concursos,
nuestras promociones repetidas hasta la saciedad
pero no por ello menos impresionantes. Hay grandes premios.





miércoles, 6 de febrero de 2019

EL FUTURO PROMETE OSCURIDAD: LITERATURA Y CINE DISTÓPICOS






            El momento justo para hacer una denuncia o una reivindicación siempre es ahora. A pesar del glamour atribuido a ciertas épocas pasadas y de las campañas que prometen mañanas de prosperidad, los tiempos nunca han sido buenos. La locura de la especie humana adopta rasgos mesiánicos cuando se propone organizar la vida comunitaria. En lo particular, las ansias de control de unos pocos siempre buscan la uniformidad del pensamiento. Nunca dejan de darse los líderes deseosos de poder y llenos de avaricia. Para ellos la persona individual, capaz de reflexión y distancia crítica, es un estorbo y un incómodo enemigo. Todas las medidas de represión y control tienen como objetivo neutralizar ese peligro para el totalitarismo, que suele sentirse amenazado con mucha facilidad, con su simple cuestionamiento, y busca neutralizar pronto lo que más adelante podría llegar a convertirse en un riesgo para su duración.

            El arte tiene el dudoso honor de ser uno de los primeros objetivos de destrucción de cualquier dictadura. Un régimen totalitario no puede soportar la libre transmisión de ideas, inquietudes, la denuncia de las atrocidades y, por eso, intenta desde sus primeros momentos neutralizar los medios de expresión artística y a quienes los utilizan. En esto todos los dictadores son parecidos, tanto los civiles como los militares; los que montan un conflicto armado para subir al poder y aquellos, más cínicos, que logran ir imponiéndose poco a poco, ocultos detrás de biombos de sangre.

            Pero antes incluso que el arte se reprime y manipula el mismo lenguaje. Como George Orwell supo plasmar en su novela visionaria 1984, reducir al mínimo el número de palabras en uso limita la capacidad expresiva, pero también estrecha los límites mentales. Quien carece de un vocabulario lo bastante amplio, ya sea por no haberlo tenido nunca o por un olvido forzado, no puede comprenderse a sí mismo y al mundo que le rodea. Smith, el anónimo protagonista, tiene el trabajo de reescribir la historia, pero otros peones similares a él cumplen con la función de recortar, uno tras otro, pedacitos de lenguaje y, con ellos, la parte de la realidad a la que designaban. Nada escapa al control del dominante Gran Hermano: ni los deseos de amor, ni la aparente oposición de algunos al régimen imperante ni el más íntimo de los actos, pensar. Orwell nos plantea un desolador panorama que muchos querrán ver exagerado pero cuyos términos tienen hoy, igual que entonces, una vigencia plena. Los fines del control son los mismos, también sus instrumentos y el resultado de convertir a cada persona en un triste monigote, de opiniones prefabricadas y sin apenas capacidad de reacción. Este es, al menos, el objetivo; aunque, por fortuna, no siempre se cumple. (Llegados a este punto, se recomienda encarecidamente no encender el televisor a no ser que resulte imprescindible —¿cuándo?— y, por las mismas razones, se aconseja también cuestionar por principio todas las informaciones que lleguen a través de las redes sociales, en especial sin van en contra de causas justas como la defensa de los derechos de las mujeres, las personas migrantes y los seres humanos en general)

            La adaptación al cine de la obra de Orwell, dirigida por Michael Radford y estrenada curiosamente en el mismo año que le da título, plasma de manera más que correcta el desolado mundo futuro de la historia gracias, entre otras cosas, a una cuidada ambientación y una fotografía de colores acres, desesperanzados. El reparto, encabezado por el excelente y lacónico actor John Hurt y por la actriz Suzanna Hamilton, logra encarnar de manera creíble los roles de esta pesadilla ya clásica y, a la vez, siempre actual por la fuerza de su profunda lucidez.

            La parodia se distingue como un arma igual de potente que la denuncia directa en contra de las muchas formas de la opresión. Jonathan Swift en sus Viajes de Gulliver retrataba la estupidez y malignidad de las guerras y los desatinos del laberinto administrativo por medio de los pequeños habitantes de la imaginaria Liliput. Los detalles de su civilización eran vistos con irónica distancia por el gigantesco visitante, aunque muy pocas eran las diferencias con el gobierno de su Inglaterra de procedencia. Encontramos el humor sutil de un Laurence Sterne, podría decirse, aplicado con habilidad y pulso narrativo a un repaso exhaustivo por los vicios y abusos de su tiempo. Otro tanto, saltando desde el siglo XVIII al XX, puede decirse de la magistral y divertidísima La guerra de las salamandras, del autor checo Karel Capek.

            La obra de Capek nos plantea la imaginaria relación entre la civilización humana y la de las salamandras, seres acuáticos que por un azar entran en contacto con un grupo de veraneantes ricos en una isla del atlántico. El episodio tiene en principio sabor y aroma a aventura clásica, un poco vista ya, con elemento monstruoso incluido. Pronto, sin embargo, cambia de tercio y fija su atención en el orden de poderes que se establece entre humanos y salamandras, donde unos imaginan en medio segundo una manera de aprovecharse de las circunstancias y los recursos naturales de las otras. Estamos ante un delirante y certero comentario sobre la colonización y la explotación de algunos países y grupos humanos por otros, más ricos y mejor armados. El retrato de la brutalidad y el abuso es tan fiel que no faltan ni siquiera las referencias a justificaciones religiosas, políticas, económicas e incluso científicas. El cinismo sigue siempre una misma vía para fundamentar sus deseos: ofrecer la (imposible) evidencia de que la vida ajena existe para permitir y basar la nuestra, como parte de un sistema sanguinario e injusto, pero natural. Sin embargo, ese mismo aparato de excusas pretende ocultar que muchas de las acciones que intenta argumentar como “necesarias” no lo son ni muchos menos, y que otro mundo resultaría posible si lo permitieran la avaricia y la absoluta falta de empatía de unos pocos. Distopía cercana y muy posible, esta de las salamandras, en cuya forma achaparrada y oscura de seres procedentes del mar se resume la humanidad esclava y abusada.

            En 1953 se publica Fahrenheit 451, del escritor norteamericano Ray Bradbury. En esta bellísima novela se aúnan dos rasgos que definen la obra del autor: su vocación lírica, que compone una prosa minuciosa, cuajada de metáforas y sugerentes imágenes; y su necesidad no menos fuerte de advertir en contra de la autodestrucción del ser humano. La frialdad emocional, la soledad en franco avance y el mecanicismo de una sociedad cada vez más sumida en su propia y vacía contemplación se alzan como males que el autor intenta combatir por medio de sus contrarios: amor, calidez, belleza estética. Lo que no es eminentemente práctico, la poesía, la emoción, se revela como lo más útil, porque nos aporta sentido y, sin una dirección, el camino de la humanidad solo sabe trazar dolorosos círculos.

            El argumento de Fahrenheit 451 resulta, a estas alturas, de sobra conocido: en un futuro no necesariamente muy lejano, Montag, el protagonista, trabaja como bombero. Pero las funciones que abarca este oficio han cambiado, es más, se han vuelto opuestas. El cuerpo de bomberos tiene, en la distopía demasiado posible imaginada por Bradbury, la tarea de quemar, quemar libros y personas, quemar viviendas que contengan los peligrosos artefactos portadores de ideas e historias, y a sus poseedores.

            Pero el bombero Montag tiene una crisis. Empieza a dudar de que su función sea tan benéfica y necesaria como le han enseñado; también de que su propia vida y la de su mujer, Mildred, sea feliz, a pesar de no faltarles ninguna de las comodidades materiales que el mercado pone a su disposición. Porque Montag siente que sus vidas carecen de un propósito, que solo dan vueltas ayudadas por las drogas de diseño, los programas de televisión interactivos que quieren sustituir el verdadero contacto humano y la infinita repetición de los trabajos y las comidas diarias. Cuando Montag conoce a Clarisse McClellan, una jovencísima vecina empeñada en tener personalidad y un punto de vista propio sobre las cosas, algunos cruces de palabras entre ambos son suficientes. Montag comprende que no está solo: hay otras personas que también dudan, se hacen preguntas, sienten que tal vez el sentido de su existencia es otro distinto al impuesto por el entorno, la sociedad, el Estado, el mundo organizado en forma de vasto y cruel mecanismo de relojería.

            Montag explota y huye. Su fuga es también la nuestra, y tiene como meta la esperanza de que otro modo de ver las cosas sea posible. Porque el primer obstáculo para alcanzar alguna forma de libertad es nuestro propio punto de vista y, si no lo sorteamos, permaneceremos encerrados y contentos, pájaros que pían alegremente en su jaula dorada. No es lo que Montag quiere y tal vez, con suerte, no será lo que querremos nosotros después de seguirle en sus aventuras a través del gélido mundo futuro de la novela y que tanto se parece, en esencia, al nuestro.  

            En 1966 se estrena una adaptación al cine de la novela de Bradbury, dirigida y coguionizada por François Truffaut. Se trata de una brillante película, llena de aciertos narrativos y estéticos. El autor de Los cuatrocientos golpes lleva el argumento a su terreno y le confiere un ritmo propio de una rapidez muy particular. Le ayuda el trabajo de un excelente reparto y una ambientación y fotografías exquisitas, estudiadas al milímetro para favorecer la ficción con un toque colorista que no anula el carácter oscuro del argumento sino que aún lo realza y le aporta una ironía muy adecuada. Quien todavía no se haya acercado a esta maravillosa película encontrará en ella un hallazgo a la altura de la novela, ambas títulos fundamentales del siglo XX en sus respectivos géneros.

            La distopía puede imaginar un futuro de pesadillesca limpieza o bien de infinito caos, de suciedad, un mañana terminal. Este es el caso de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, del escritor norteamericano Philip K. Dick. Publicada originalmente en 1968, describe una de las derivas posibles de nuestro mundo y nuestra sociedad. La idea de esta breve y dinámica novela es de sobra conocida: Rick Deckard es un hombre atrapado en un planeta Tierra asolado por la contaminación y la falta de empatía que comparte sus días con una esposa deprimida y adicta a los fármacos. Ejerce una tenebrosa profesión: es cazador de bonificaciones, es decir, se encarga de “retirar” a los androides que se revelan en contra de su condición de esclavos. Gracias al dinero conseguido con esta actividad, Deckard confía en poder adquirir el bien más preciado de esta sociedad futura: la reproducción mecánica de un animal, perfeccionada hasta resultar lo más verosímil posible. Porque todas las especies animales se han extinguido; y los humanos han encontrado el modo de repetir su forma, aunque el resultado sea un ser inerte que carece de espíritu. ¿O tal vez no? ¿Y los androides fabricados a imagen y semejanza del propio ser humano, tienen o no la facultad de sentir? La respuesta a estas preguntas puede residir en alguno de los muchos rincones de la ciudad, en los talleres de reparación de animales falsos o en los bares donde la gente se acumula entre la desesperanza y los ecos de muchos idiomas; puede estar en los ritos de la religión llamada “mercerismo” o en las emisiones radiofónicas del “Amigo Buster”, un misterioso presentador que nunca duerme y que ataca de manera constante y furibunda las enseñanzas de ese credo. Aparente caos post-moderno de referencias y temas, la novela avanza por cauce seguro, con un lenguaje conciso y una rápida sucesión de escenas y personajes. No hay otro misterio que el de la propia alma humana; ninguna aventura importa más que la búsqueda de la auténtica empatía, para la cual el famoso test de Voight-Kampff se demuestra una herramienta cada vez menos eficaz.

            Quizá sea esta la obra más conocida de Dick, un autor más que interesante que firmó también Los tres estigmas de Palmer Eldrich y otras novelas en las que desarrollaba su imaginario rico en fantasía y advertencias sobre la oscuridad del futuro previsible. ¿Sueñan los androides…? tuvo que esperar hasta el año 1982 para tener su adaptación cinematográfica a cargo de Ridley Scott, director también de la famosa Alien, el octavo pasajero. El mayor mérito de este director experto en pirotecnias fue ponerse al servicio de la historia contada en la novela, aunque rechazara incluir en el guion algunos de sus mejores hallazgos. Quizá supo encontrar, eso sí, el tono visual adecuado a la historia, colorido y rico en detalles pero frío y desapasionado: la atmósfera y las texturas de un mundo condenado a su propia oscuridad, barroco en sus formas y carente de emociones.

            Si Philip K. Dick nos alertaba sobre los peligros de perder de vista la empatía como supremo valor humano, el escritor inglés Aldous Huxley había hecho lo propio en 1932 con la idea del orden. En Un mundo feliz describe una sociedad futura que ha logrado erradicar las guerras y la enfermedad, aunque a un elevado precio: perder por el camino elementos emocionales como los lazos de pareja y familia, el impulso de protestar contra lo injusto, de improvisar y, por supuesto, de entregarse a la creación artística. Orden y calma en la comunidad, sí, pero por medio de la imposición de una estricta división en castas que cada cual, incluidas las personas relegadas a los puestos más bajos y carentes de derechos, acepta gustoso para mantener la prosperidad del conjunto. ¿Nos suena de algo? Utopía fascista de felicidad por medio de la ignorancia y el borreguismo, Un mundo feliz nos introduce en la pesadilla de un protagonista, Bernard Marx, cuyo inconformismo lo lleva a distanciarse de los planteamientos mayoritarios de la sociedad en la que vive.

            La larga y fructífera tradición de argumentos distópicos no ha bastado para referirse a todas las opresiones, las injusticias, los sistemas diseñados para dominar. Esclavismo, consumismo salvaje, racismo, mecanismos de control. Faltaba el patriarcado. En el año 1985 la escritora canadiense Margaret Atwood publica El cuento de la criada, oscurísima historia que nos plantea un futuro próximo en el que una guerra civil provoca el ascenso al poder de un grupo ultrarreligioso y misógino. Las mujeres pasan a ocupar un ominoso papel que las reduce solo a dos opciones: esposas obedientes o criadas. Las criadas no solo se encargan de las tareas de limpieza, cuidado y educación de los hijos; algunas tienen también que engendrar los vástagos de la clase dominante, que luego pasarán a pertenecer a quienes han forzado su nacimiento por medio de la violación ritual. Todo ello en un clima de silenciosa agresividad, adoctrinamiento religioso y soterrados códigos que distinguen castas sociales, otorgan privilegios y condenan severamente las infracciones. Esta pesadilla creíble cuenta con varias adaptaciones a la televisión, la última de ellas de fama y éxito mundial y con una cuidadosa producción que la hace muy realista, y por ello más apta como medio de denuncia y aviso a navegantes.

Porque eso que ahora llamamos ideología de ultraderecha, y que no es sino el fascismo de siempre, permanece al acecho aunque una y otra vez se lo combata y se lo venza. Espera con paciencia el momento de volver a ocupar instituciones y mentes simples con sus mensajes de odio y rechazo. Se nutre del egoísmo y la falta de empatía, por desgracia tan fáciles de sembrar y cultivar en según qué conciencias.  
 

            Muchas son las voces que se alzan, en todo el mundo y mientras leen esto, para señalar los detalles del horror posible y del que ya existe. Una distopía es una fabulación acerca de una realidad futura y negativa; pero su concepto, como el de su contrario la “utopía”, resulta engañoso. Si en este último caso encontramos en el origen del término y, en cierto modo, de un subgénero literario, el deseo de manifestar teorías acerca de la organización social —que en ocasiones validaban la servidumbre y los privilegios de una élite adinerada—, la distopía nace como forma de crítica del presente. Más allá de las predicciones acerca de futuros llenos de problemas, un argumento distópico busca analizar las razones para el miedo y la inquietud del momento presente. El absurdo de las guerras en el país de Liliput, el control mental del mundo descrito en 1984, las inmensas hogueras alimentadas con libros en Fahrenheit 451, o la esclavitud de las mujeres en El cuento de la criada, no son otra cosa que descripciones del estado de cosas existente cuando estas obras se escribieron. Las distopías son instantáneas que retratan lo peor de nuestro mundo. Quizá la mano que las crea sitúe sus argumentos en el futuro no para elaborar una fantasía, sino como un gesto de piedad hacia quienes resultamos dibujados en ellas: en cada página de esos libros, cada escena de esas películas hay quien cree vislumbrar, por momentos, un reflejo de su propio rostro.